Un pintor tan humano como «Divino»
Apenas hay datos biográficos acerca del maestro extremeño. Se cree que nació en Alcántara (Cáceres) en 1510 o 1511 y que pudo morir en 1586. Se casó con Leonor de Chaves y tuvo siete hijos. Vivió y trabajó en Badajoz y en Plasencia.
Se le conoce con el mismo sobrenombre que a Miguel Ángel Buonarroti, «el Divino», pero, mientras la divinidad de éste la relacionaba Vasari con su capacidad creadora como alter ego de Dios –«Miguel, más que mortal, es un Ángel divino», escribe Ariosto en su «Orlando Furioso»–, la de Luis de Morales tenía más que ver con el contenido religioso de toda su producción que con su excelencia artística, aunque también la tenía.
Lo explicaba así Antonio Palomino, su biógrafo, en el siglo XVIII: «Fue cognominado el Divino porque todo lo que pintó fueron cosas sagradas, porque hizo cabezas de Cristo con tan gran primor y sutileza en los cabellos que al más curioso en el arte ocasiona a querer soplarlos para que se muevan…»
«Ecce Homo»
Óleo sobre tabla (h. 1565). Museo Nacional de Arte Antiga, Lisboa.
En 1917 el Prado le dedicó al artista extremeño la tercera monográfica de su historia, después de la del Greco en 1902 y Zurbarán en 1905. Hay constancia de aquella muestra en una fotografía del Archivo de Blanco y Negro.
Casi cien siglos después se pone en valor la figura de este artista. Su fortuna crítica ha sido una especie de montaña rusa: conoció el éxito en vida, pero después fue ninguneado y censurado por figuras como Pacheco y su obra quedó reducida a imágenes patéticas que algunos incluso tildaron de mamarrachadas.
El Metropolitan de Nueva York ha comprado recientemente un Morales por más de un millón de dólares.
Había llegado, pues, el momento de restituir a Luis de Morales eliminando todos los tabúes, sombras y lugares comunes en torno a este pintor, uno de los más singulares y originales del Renacimiento español, y acercarnos a él con una nueva mirada.
Y muy de cerca, a ser posible, para no perdernos ni un centímetro de piel de sus sutilísimas y hermosas pinceladas.
Tres de los grandes museos históricos españoles (Prado, MNAC de Barcelona y Bellas Artes de Bilbao) han unido esfuerzos para organizar esta gran antológica de Luis de Morales, patrocinada por la Fundación BBVA, que viajará a las tres sedes. Abre plaza, a partir de hoy, el Prado.
«Cristo, Varón de Dolores»
Óleo sobre tabla (h. 1560). The Minneapolis Institute of Arts. The Ethel Morrison Van Derlip Fund.
Leticia Ruiz, jefe del Departamento de pintura española del Renacimiento del Museo del Prado y buena conocedora del artista, es la comisaría de esta estupenda exposición.
Ha apostado por la calidad seleccionando apenas unas 60 obras de la veintena de retablos (muchos perdidos hoy) y el centenar de tablas devocionales que hizo el maestro para capillas y oratorios privados: 19 son del Prado y 35 vienen de otros museos nacionales e internacionales, iglesias, catedrales y colecciones privadas.
Entre las virtudes del Divino Morales, subraya la comisaría su virtuosismo pictórico, la calidad técnica y de los materiales que escoge (roble para los soportes), la factura tan cuidada de sus obras, la carga emocional que consigue mediante fondos negros e intensos, la iluminación de las figuras, siempre muy escultóricas.
«La Virgen con el Niño y san Juanito»
. Óleo sobre tabla (h. 1545-55). Catedral de Salamanca.
Que el pintor suele acercar al espectador… y, por qué no, su clara visión comercial, que le llevó a tener un taller muy activo, en el que estaban dos de sus hijos y su yerno, haciendo copias y versiones de sus obras más populares para una selecta clientela: duques, condes y prelados como San Juan de Ribera, obispo de Badajoz y su gran mecenas al final de su carrera.
No trabajó, en cambio, para Felipe II. Pero se relata en el catálogo un encuentro en 1580 entre Monarca y pintor, que, aunque no se ha podido comprobar su verosimilitud, merecería ser cierto.
«Muy viejo estáis, Morales», le dijo el Rey. «Sí Señor, muy viejo y muy pobre», respondió el pintor. «Que le den 200 ducados para comer», advirtió Felipe II. ¿Y para cenar?, preguntó un Morales más humano que divino. «Que se señalen otros ciento», zanjó el Monarca.
«La Virgen del pajarito»
Óleo sobre tabla transferida a lienzo (1546). Parroquia de San Agustín de Madrid.
Resulta muy evidente en su pintura la influencia flamenca y sobre todo italiana (Rafael y, especialmente, Sebastiano del Piombo). Así se aprecia en el primer plano de un Cristo con la Cruz a cuestas, que parece calcado de los de Del Piombo.
También, en las figuras monumentales de las Madonnas en obras como «La Virgen del Pajarito», de la iglesia de San Agustín de Madrid, y «La Virgen, el Niño y san Juanito», de la catedral de Salamanca.
«Morales absorbió la pintura flamenca e italiana pero lo hizo con gran originalidad –advierte Leticia Ruiz–. Solo se parece a sí mismo».
Son estas dos de las obras maestras presentes en la exposición. Pero hay muchas más: «Cristo. Varón de Dolores», del Minneapolis Institute of Arts; «La Piedad», de la Academia de Bellas Artes, la de mayor calidad que pintó; «La Virgen de la leche», del Prado (la más popular de sus composiciones)…
Cuelgan juntas obras que en su origen pudieron formar parte de un mismo retablo. Es el caso de dos tablas donadas al Prado por Plácido Arango («El Calvario» y «La Resurrección») y la «Lamentación ante Cristo muerto», del Museo de Salamanca, que quizás pertenecieron al retablo de la iglesia de Alconchel (Badajoz); o tres cuadros del Divino Morales que seguramente estuvieron en la predela de un retablo en San Benito de Alcántara (Cáceres).
Asimismo, se exhiben los dos únicos dibujos atribuidos al artista, cedidos por el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa, que también ha prestado un «Ecce Homo» –otra de las obras maestras de la exposición–, y una escultura de Berruguete que remite a esta obra de Morales.
Además, cuelgan juntos dos «San Esteban» casi idénticos: el mejor, del Museo de Bellas Artes de Asturias. El del Prado ha resultado ser una copia de taller realizada a partir de aquél.
Hablaba ayer su director, Miguel Zugaza, del lento discurrir del estudio y puesta en valor del arte español.
Se descubrió primero a Goya, después a Velázquez, al Greco… y hemos tardado casi un siglo en redescubrir al Divino Morales, «un pintor tan original como olvidado».
Desde 1992 se han incorporado al museo diez importantes obras de este artista. Según Miguel Falomir, director adjunto del museo, «solo faltaba estudiarlo, restaurarlo y exponerlo». Dicho y hecho.
Pese a que toda la pintura de Luis de Morales es religiosa y lo escasa que es su temática (Ecce Homo, Cristo con la Cruz a cuestas, la Virgen con el Niño y la Piedad, con algunas variantes), la visita de la exposición del Prado no resulta monótona ni cansina.
Tampoco gore ni tarantinesca, como podría parecer a priori. Hay sangre y lágrimas, sí. Y Dolorosas, Cristos descarnados y agonizantes, un santo con la cabeza atravesada por un hacha que escribe con su sangre «Credo in Deum»… Pero prima la sensibilidad sin regodearse en el dramatismo.
Leticia Ruiz sitúa a Morales, que trabajó durante 50 años, como «un virtuoso de la pintura, creador de una marca propia reconocible, que gozaba de una originalidad e intensidad propias.
Apenas hay datos biográficos acerca del maestro extremeño. Se cree que nació en Alcántara (Cáceres) en 1510 o 1511 y que pudo morir en 1586. Se casó con Leonor de Chaves y tuvo siete hijos. Vivió y trabajó en Badajoz y en Plasencia.
Se le conoce con el mismo sobrenombre que a Miguel Ángel Buonarroti, «el Divino», pero, mientras la divinidad de éste la relacionaba Vasari con su capacidad creadora como alter ego de Dios –«Miguel, más que mortal, es un Ángel divino», escribe Ariosto en su «Orlando Furioso»–, la de Luis de Morales tenía más que ver con el contenido religioso de toda su producción que con su excelencia artística, aunque también la tenía.
Lo explicaba así Antonio Palomino, su biógrafo, en el siglo XVIII: «Fue cognominado el Divino porque todo lo que pintó fueron cosas sagradas, porque hizo cabezas de Cristo con tan gran primor y sutileza en los cabellos que al más curioso en el arte ocasiona a querer soplarlos para que se muevan…»
«Ecce Homo»
Óleo sobre tabla (h. 1565). Museo Nacional de Arte Antiga, Lisboa.
En 1917 el Prado le dedicó al artista extremeño la tercera monográfica de su historia, después de la del Greco en 1902 y Zurbarán en 1905. Hay constancia de aquella muestra en una fotografía del Archivo de Blanco y Negro.
Casi cien siglos después se pone en valor la figura de este artista. Su fortuna crítica ha sido una especie de montaña rusa: conoció el éxito en vida, pero después fue ninguneado y censurado por figuras como Pacheco y su obra quedó reducida a imágenes patéticas que algunos incluso tildaron de mamarrachadas.
El Metropolitan de Nueva York ha comprado recientemente un Morales por más de un millón de dólares.
Había llegado, pues, el momento de restituir a Luis de Morales eliminando todos los tabúes, sombras y lugares comunes en torno a este pintor, uno de los más singulares y originales del Renacimiento español, y acercarnos a él con una nueva mirada.
Y muy de cerca, a ser posible, para no perdernos ni un centímetro de piel de sus sutilísimas y hermosas pinceladas.
Tres de los grandes museos históricos españoles (Prado, MNAC de Barcelona y Bellas Artes de Bilbao) han unido esfuerzos para organizar esta gran antológica de Luis de Morales, patrocinada por la Fundación BBVA, que viajará a las tres sedes. Abre plaza, a partir de hoy, el Prado.
«Cristo, Varón de Dolores»
Óleo sobre tabla (h. 1560). The Minneapolis Institute of Arts. The Ethel Morrison Van Derlip Fund.
Leticia Ruiz, jefe del Departamento de pintura española del Renacimiento del Museo del Prado y buena conocedora del artista, es la comisaría de esta estupenda exposición.
Ha apostado por la calidad seleccionando apenas unas 60 obras de la veintena de retablos (muchos perdidos hoy) y el centenar de tablas devocionales que hizo el maestro para capillas y oratorios privados: 19 son del Prado y 35 vienen de otros museos nacionales e internacionales, iglesias, catedrales y colecciones privadas.
Entre las virtudes del Divino Morales, subraya la comisaría su virtuosismo pictórico, la calidad técnica y de los materiales que escoge (roble para los soportes), la factura tan cuidada de sus obras, la carga emocional que consigue mediante fondos negros e intensos, la iluminación de las figuras, siempre muy escultóricas.
«La Virgen con el Niño y san Juanito»
. Óleo sobre tabla (h. 1545-55). Catedral de Salamanca.
Que el pintor suele acercar al espectador… y, por qué no, su clara visión comercial, que le llevó a tener un taller muy activo, en el que estaban dos de sus hijos y su yerno, haciendo copias y versiones de sus obras más populares para una selecta clientela: duques, condes y prelados como San Juan de Ribera, obispo de Badajoz y su gran mecenas al final de su carrera.
No trabajó, en cambio, para Felipe II. Pero se relata en el catálogo un encuentro en 1580 entre Monarca y pintor, que, aunque no se ha podido comprobar su verosimilitud, merecería ser cierto.
«Muy viejo estáis, Morales», le dijo el Rey. «Sí Señor, muy viejo y muy pobre», respondió el pintor. «Que le den 200 ducados para comer», advirtió Felipe II. ¿Y para cenar?, preguntó un Morales más humano que divino. «Que se señalen otros ciento», zanjó el Monarca.
«La Virgen del pajarito»
Óleo sobre tabla transferida a lienzo (1546). Parroquia de San Agustín de Madrid.
Resulta muy evidente en su pintura la influencia flamenca y sobre todo italiana (Rafael y, especialmente, Sebastiano del Piombo). Así se aprecia en el primer plano de un Cristo con la Cruz a cuestas, que parece calcado de los de Del Piombo.
También, en las figuras monumentales de las Madonnas en obras como «La Virgen del Pajarito», de la iglesia de San Agustín de Madrid, y «La Virgen, el Niño y san Juanito», de la catedral de Salamanca.
«Morales absorbió la pintura flamenca e italiana pero lo hizo con gran originalidad –advierte Leticia Ruiz–. Solo se parece a sí mismo».
Son estas dos de las obras maestras presentes en la exposición. Pero hay muchas más: «Cristo. Varón de Dolores», del Minneapolis Institute of Arts; «La Piedad», de la Academia de Bellas Artes, la de mayor calidad que pintó; «La Virgen de la leche», del Prado (la más popular de sus composiciones)…
Cuelgan juntas obras que en su origen pudieron formar parte de un mismo retablo. Es el caso de dos tablas donadas al Prado por Plácido Arango («El Calvario» y «La Resurrección») y la «Lamentación ante Cristo muerto», del Museo de Salamanca, que quizás pertenecieron al retablo de la iglesia de Alconchel (Badajoz); o tres cuadros del Divino Morales que seguramente estuvieron en la predela de un retablo en San Benito de Alcántara (Cáceres).
Asimismo, se exhiben los dos únicos dibujos atribuidos al artista, cedidos por el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa, que también ha prestado un «Ecce Homo» –otra de las obras maestras de la exposición–, y una escultura de Berruguete que remite a esta obra de Morales.
Además, cuelgan juntos dos «San Esteban» casi idénticos: el mejor, del Museo de Bellas Artes de Asturias. El del Prado ha resultado ser una copia de taller realizada a partir de aquél.
Hablaba ayer su director, Miguel Zugaza, del lento discurrir del estudio y puesta en valor del arte español.
Se descubrió primero a Goya, después a Velázquez, al Greco… y hemos tardado casi un siglo en redescubrir al Divino Morales, «un pintor tan original como olvidado».
Desde 1992 se han incorporado al museo diez importantes obras de este artista. Según Miguel Falomir, director adjunto del museo, «solo faltaba estudiarlo, restaurarlo y exponerlo». Dicho y hecho.
Pese a que toda la pintura de Luis de Morales es religiosa y lo escasa que es su temática (Ecce Homo, Cristo con la Cruz a cuestas, la Virgen con el Niño y la Piedad, con algunas variantes), la visita de la exposición del Prado no resulta monótona ni cansina.
Tampoco gore ni tarantinesca, como podría parecer a priori. Hay sangre y lágrimas, sí. Y Dolorosas, Cristos descarnados y agonizantes, un santo con la cabeza atravesada por un hacha que escribe con su sangre «Credo in Deum»… Pero prima la sensibilidad sin regodearse en el dramatismo.
Leticia Ruiz sitúa a Morales, que trabajó durante 50 años, como «un virtuoso de la pintura, creador de una marca propia reconocible, que gozaba de una originalidad e intensidad propias.